miércoles, 10 de marzo de 2010

Cuando trabajé en la obra...


Últimamente he estado pensando en aquella vez que trabajé en la construcción, un verano, para sacarme unos dineros mientras estudiaba. Durante ese tiempo tuve la oportunidad de aprender gran multitud de cosas.
Lo primero que alguien no familiarizado con la construcción debe saber es que una obra está repleta de normas y leyes no escritas. Algunas pueden hacer tu vida ligeramente más fácil, y otras hasta salvarte la vida. Es fácil, por tanto, que un forastero se sienta perdido en ese mundo extraño y perdido, donde no siempre rige la lógica y donde el sentido común es el menos común de los sentidos, que es la construcción.

La estructura de una obra (especialmente si se trata de una obra grande) está dispuesta en forma de círculos concéntricos, como los círculos del Infierno. No debería extrañarnos que en una obra abunden gran cantidad de criaturas mitológicas y bestias de leyenda. La más poderosa de todas ellas es El Barraquero.
Aquellos valientes o temerarios que deseen encontrar al Barraquero deberán adentrarse en lo más profundo del oscuro corazón de la obra, hasta que empiecen a notar que todas esquinas conducen a la misma calle. El espacio ya no tiene sentido en ese lugar. A partir de ahí que pregunten. (Y no, no intentéis mirar donde está el Barraquero en el mapa de la obra porque NO SALE).

A simple vista, un observador poco agudo podría creer que El Barraquero es tan sólo un inofensivo ermitaño loco que vive en una especie de cabaña construida por él mismo en medio de una obra, pero en realidad es más, mucho más. El Barraquero es el traficante definitivo, esa es la fuente de su poder; hay que ser amigo suyo porque puede proporcionar de todo si se lo pides: herramientas, materiales, llaves para vehículos e incluso pastillas para la tos. Junto con el arquitecto que tiene todas las llaves y el tío que regala botellas de agua en el comedor, forma parte de una élite formada sólo por los más poderosos e influyentes.

Otra cosa importante que debemos saber sobre la obra es que cualquier pasaje subterráneo o habitación donde no dé la luz del sol es un puesto de retrete válido. En efecto, podemos hallar ñordos de los obreros en cualquier lugar, por lo que hay que ir con especial cuidado (para eso sirven las botas). Una de las experiencias más acojonantes sucedidas durante mi estancia en el sector de la construcción es cuando, explorando uno de los pisos subterráneos de la terminal nueva del aeropuerto de Barcelona encontré una sala en forma de pentágono.
En efecto, alguien había cagado (y no es broma) en cada una de las esquinas del pentágono, formando así una especie de pentagrama siniestro hecho de caca. Nunca supimos quién había sido el autor, ni qué clase de criatura había liberado sobre nuestro mundo.

La gente caga ahí porque… bueno, los lavabos de la obra son horribles. Es de suicidas. Nadie caga ahí, ni siquiera los chinos (y eso que los chinos de la obra lavan los platos en charcos de agua negra que lleva días en el sucio suelo). El retrete es un sitio interesante para ir de vez en cuando, en verdad, porque las paredes del lavabo de una obra son como un foro público, ahí todo el mundo escribe (aunque sean extranjeros con idiomas arameos). En mi memoria quedan para siempre algunas de las frases míticas que leí en ese crisol de culturas que es el váter de una obra: el halagador “La arquitecta jovencita tiene un buen poiazo”, el clásico “Hispanioles de mierda” o el siempre frustrante “x+x2=5, resolved eso analfabetos moros de mierda”.

Analfabeto de mierda lo serás tú, que al menos yo no estoy trabajando en una obra donde anda suelto Cthulhu, invocado por un pentagrama de caca.

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