Los hasta entonces pacíficos pueblos y aldeas, cuyos habitantes raramente habían tenido contacto con lo que los hombres llamaban “civilización”, eran seleccionados a participar en el concurso, y sus poblaciones enteras eran llevadas hasta el circo, a luchar hasta la muerte, y así proporcionar su cruel entretenimiento a los nobles y los patricios, los señores de la tierra.
Los pueblerinos, que en ocasiones habían pasado semanas encerrados en los enormes vagones de transporte, que no tenían ventanas e impedían seguir la cuenta de los días y las noches, eran liberados en el centro del enorme Coliseo de la capital.
Estaban asustados, desnutridos y tenían frío. Desde las altas gradas de piedra eran contemplados por un millar de ojos expectantes: la todopoderosa Duquesa de Alba, el apuesto Cristiano Ronaldo, la Pantoja, David Bisbal y Boris Izaguirre; todos estaban ahí, con sus miradas ávidas de sangre.
El sonido de unas trompetas dio paso a una figura, que se alzaba imponente en un palco que había en uno de los laterales del coliseo. Todos los pueblerinos le reconocieron, pues se trataba de Juan Carlos II, el inmortal monarca del planeta, y le suplicaron piedad y perdón. Los guardias los abatieron con fuertes descargas eléctricas hasta que se produjo el silencio de nuevo.
“Súbditos míos, honrad el Grand Prix”, dijo el rey, y mediante los potentes altavoces su voz retumbó en el Coliseo con poderosa fuerza, “Nosotros, los poderosos, agradecemos vuestro sacrificio, que nos ha de dar diversión para liberar la pesada carga del aburrimiento, de nuestra vida eterna”.
Y con estas palabras, se abrieron unas enormes compuertas, de las que salieron a la carga las “Vaquillas”, unas bestias mutantes de doscientos kilos con enormes cuernos, que masacraron a los pobres infelices, que intentaban escapar desesperados por el interior del laberinto de madera que cruzaba el coliseo.
Bertín Osborne también huía a toda velocidad, perseguido por esos toros enloquecidos, de cuyas bocas rezumaba una asquerosa espuma blanca. Los cadáveres proporcionaban un festín a las criaturas, y la jauría de gritos que provenía de las gradas del estadio era ensordecedora.
Cualquier otro habría enloquecido, pero Bertín no era un hombre normal, sino un Marine Espacial. Él, que había luchado en el frente de batallas espaciales contra los extraños habitantes de Ceres, que tenían cabezas de reptil con un solo ojo y adoraban a extraños dioses mucho antes de la aparición del Hombre; Bertín Osborne, que había visto los ríos de sangre del planeta-prisión de Nyarlathotep, la Bestia de un millón de tentáculos, que se encuentra en el centro de la galaxia, nunca sería intimidado por hombres, por muy bárbaras que fuesen sus costumbres.
Atrapado en un callejón sin salida, desenfundó su potentísima pistola y disparó, y disparó, y disparó, hasta que todos los cornudos monstruos cayeron despedazados al suelo. El bufón real, un hombre antes conocido como Santiago Segura, comenzó a gritar y a reír, pero el maestro de ceremonias lo apartó de una patada. Su nombre era Ramón García, y había sido el Sacerdote Supremo del Grand Prix desde tiempos inmemoriales.
El sonido de unas trompetas dio paso a una figura, que se alzaba imponente en un palco que había en uno de los laterales del coliseo. Todos los pueblerinos le reconocieron, pues se trataba de Juan Carlos II, el inmortal monarca del planeta, y le suplicaron piedad y perdón. Los guardias los abatieron con fuertes descargas eléctricas hasta que se produjo el silencio de nuevo.
“Súbditos míos, honrad el Grand Prix”, dijo el rey, y mediante los potentes altavoces su voz retumbó en el Coliseo con poderosa fuerza, “Nosotros, los poderosos, agradecemos vuestro sacrificio, que nos ha de dar diversión para liberar la pesada carga del aburrimiento, de nuestra vida eterna”.
Y con estas palabras, se abrieron unas enormes compuertas, de las que salieron a la carga las “Vaquillas”, unas bestias mutantes de doscientos kilos con enormes cuernos, que masacraron a los pobres infelices, que intentaban escapar desesperados por el interior del laberinto de madera que cruzaba el coliseo.
Bertín Osborne también huía a toda velocidad, perseguido por esos toros enloquecidos, de cuyas bocas rezumaba una asquerosa espuma blanca. Los cadáveres proporcionaban un festín a las criaturas, y la jauría de gritos que provenía de las gradas del estadio era ensordecedora.
Cualquier otro habría enloquecido, pero Bertín no era un hombre normal, sino un Marine Espacial. Él, que había luchado en el frente de batallas espaciales contra los extraños habitantes de Ceres, que tenían cabezas de reptil con un solo ojo y adoraban a extraños dioses mucho antes de la aparición del Hombre; Bertín Osborne, que había visto los ríos de sangre del planeta-prisión de Nyarlathotep, la Bestia de un millón de tentáculos, que se encuentra en el centro de la galaxia, nunca sería intimidado por hombres, por muy bárbaras que fuesen sus costumbres.
Atrapado en un callejón sin salida, desenfundó su potentísima pistola y disparó, y disparó, y disparó, hasta que todos los cornudos monstruos cayeron despedazados al suelo. El bufón real, un hombre antes conocido como Santiago Segura, comenzó a gritar y a reír, pero el maestro de ceremonias lo apartó de una patada. Su nombre era Ramón García, y había sido el Sacerdote Supremo del Grand Prix desde tiempos inmemoriales.
“Habla, extranjero, ¿Cuál es tu nombre?”, le preguntó con inquisitiva arrogancia.
“Soy el Teniente Bertín Osborne, capitán de la USS Scavenger, decimoséptima legión de los Marines Espaciales”, respondió Bertín, “Fui capturado por vuestros hombres mientras exploraba este mundo en son de paz. Exijo la liberación inmediata.”.
“Soy el Teniente Bertín Osborne, capitán de la USS Scavenger, decimoséptima legión de los Marines Espaciales”, respondió Bertín, “Fui capturado por vuestros hombres mientras exploraba este mundo en son de paz. Exijo la liberación inmediata.”.
“Reconozco tu arma, Capitán Osborne, una pistola Magnus-70. Debes ser un gran comandante si dispones de un arma que ha de entregar el Emperador en persona”, habló el rey, que hasta entonces había permanecido en silencio, “¿Te sorprende que sepa tanto? No debería, pues en su día este mundo también perteneció al Imperio. Aquí, en España, languidecemos eternamente los elegidos; y por eso valoramos la pelea por encima de todo, que nos entretiene y nos recuerda cómo era la vida cuando éramos mortales. Quieres ser libre, entonces enfréntate al más poderoso de mis Guardas Reales”.
El inmenso guardaespaldas, lanza en mano y enfundado en una armadura de oro macizo, se presentó con una gran sonrisa de seguridad en sí mismo. “Mi nombre eh Jezulín d’Ubrique", dijo, "Implora perdón a loh dioze infernaleh, pueh ezta noche zuh lenguah de fuego t’han de lamer”.
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Me encanto
ResponderEliminarAlberto