No me malinterpretéis: le doy las gracias a la ciencia por los ordenadores, que han permitido llevar el sexo y la pornografía a todos los hogares, la medicina, que nos permite mantener con vida a personas que deberían haber muerto hace un montón de años, cuando perdieron calidad de vida, o los coches capaces de transportarte durante varios kilómetros sin necesidad de consumir grandes cantidades de alfalfa e ir dejando enormes ñordos por las calzadas, cosa que seguro es del agrado de los ocasionales caminantes.
Pero creo sinceramente que hemos perdido el rumbo de la investigación científica. Por ejemplo, si hoy mismo interceptásemos a un científico en su camino a la reunión periódica de su club de fans de Star Trek, le colocásemos una bolsa negra en la cabeza, le montásemos en una furgoneta en marcha y le preguntásemos, poniéndole el cañón de una pistola de 9mm en la boca, cual es el objetivo de la ciencia, nos respondería que “hacer un mundo mejor para los seres humanos” o “descubrir los últimos secretos del universo”. (Aunque bueno, dicho todo esto, quizá también preguntaría bastante asustado si vamos a violarle). No, científico, no. No vamos a violarte. Sólo a matarte. Porque eso es de hippies.
Por eso digo que hemos perdido el rumbo. Antes, el tipo hubiese contestado sin vacilar que la ciencia es algo que sirve para sentirnos superiores a los ignorantes, y para poder contradecir todo lo que decían nuestras madres (véase: que por hacerte pajas te quedarías ciego).
No nos engañemos, el espíritu científico no nació cuando un griego miró al agua en un desinteresado acto contemplativo y se preguntó por qué no todo era agua, e hizo unas primeras deducciones a partir de dichas observaciones.
… Más bien nació cuando ese griego se acostó bien cabreado después de haber debatido acaloradamente con un vecino sobre cualquier gilipoyez (véase: ¿por qué si llevo desde los cero putos años bebiendo agua, no estoy hecho de agua? Por mucho que haya meado, si siempre meo menos que bebo, ¡debería estar hecho de agua!). El griego, acostado en su cama pero incapaz de dormir, se agitaba y farbullaba toda clase de insultos. Las observaciones implicadas eran que el vecino había estado en la guerra y tenía unos brazos como dos leños de roble, y la única predicción que había por ahí en medio es que era probable que como fuese allí a discutirle a voces le arrancasen la cabeza de un guantazo.
Y entonces, en medio de la noche, al griego se le ocurrió cambiar de enemigo. Como no podía enfrentarse a su vecino (bueno, si podía, pero deberían recogerle luego con espátula y se necesitarían tecnologías que tardarían aún 2.000 años en aparecer para diferenciar los pedazos de su cara destrozada de los del suelo), decidió enfrentarse a la teoría de su vecino. Al día siguiente, tenemos al griego en el ágora, tratando de convencer a los borrachuzos que pasan mediante sus “razones científicas”, razones que se parecen tanto a las empleadas hoy por la ciencia como un puto neandertal se parece a nosotros. Pero razones, al fin y al cabo.
Una semanas más tarde, para cualquier griego con dos dedos de frente es obvio que los seres humanos estamos hechos íntegramente de agua. La razón ha triunfado.
Estas y otras acciones darían fruto a lo que hoy conocemos: tres mil años de historia de la ciencia, resumibles como una gran cadena de OWNEDs históricos consecutivos (Tolomeo ownea a Aristóteles, Copérnico ownea a Tolomeo, Newton ownea a Copérnico, Einstein ownea a Newton, Schrödinger ownea a Einstein...) con eventuales regresiones a etapas teológicas en la que se aceptan como argumentos válidos el “si algo pasa, es porque Dios lo ha querido” y ¡Cristo, cristo, cristo es el más listo!” (que no es propiamente un argumento, sino una especie de cántico de hurra que pueden cantar los borrachos bajo riesgo de blasfemia, pero que tuvo más peso científico en la historia de la humanidad en sentido global que todos los experimentos que puedas hacer en tu puta vida con el Large Hadron Collider del CERN), algo tan irónico como el hecho de que un iletrado cualquiera con una habilidad suficientemente alta a a hora de manipular el movimiento de un balón utilizando los pies o que una tía con glandulas mamarias de tamaño considerable y un buen estilista son capaces de imprimir su nombre en la historia con mucha más fuerza que el mayor cerebro del MIT.
Al fin y al cabo, creo que estaremos de acuerdo em que a Einstein se le recuerda más por ese par de magdalenas que tenía por pelo que por la brillantez de sus teorías.
domingo, 19 de septiembre de 2010
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